La Biblia relata la historia de la Humanidad a través de la historia de un pueblo, sus leyendas y sus mitos, proverbios y salmos. Ese pueblo tuvo la desgracia o la suerte de ser por mucho tiempo una nación itinerante, vivió exilios prolongados, tomó contacto con civilizaciones con largos procesos de pensamiento religioso y desarrollo humano. La novedad de este pueblo consistía en que tenían un único Dios, eran monoteístas, aseguraban que era el único Dios verdadero, creador de todo y de todos, cielos y tierra, y todo lo que en ella habita.
Se autodefinía como pueblo elegido, pueblo de Dios. El pueblo era celoso de su dios y no lo compartía; para ellos era el dios de sus ejércitos, el dios de Israel que había pactado con ellos y los llevaría a una tierra de promisión. En la realidad, el pueblo se resistía a creer en un Dios de todos, de los hijos propios y ajenos, y continuamente se apartaban de los caminos de Dios. Pero, Dios se acordaba de ellos y les enviaba profetas.
El personaje central de esta historia, no es el pueblo, es Dios. Su pueblo era el depositario del mensaje de Dios, sus revelaciones, sus promesas, sus amenazas, sus sucesivos pactos. Dios, un dios bueno creador de todo y de todos y que ama a los hombres, participa en la vida de la Humanidad, inflexible en su determinación de recuperar a los hombres y hacerlos más humanos. El pueblo, que se autoproclamaba pueblo de Dios, abiertamente no entiende, e insiste en seguir adorando ídolos. Dios siempre los perdonaba porque ellos no entendían.
Los líderes de ese pueblo recurren al nombre de Dios y usan a Dios para imponer con autoridad divina leyes, normas de convivencia, normas sanitarias, ritos y rituales, tributos e impuestos, y el nombre de Dios aparece atrás de verdaderos abusos, sometimientos, genocidios, de crímenes y asesinatos. Todo se relata sin ocultar nada, ellos creían en su dios y creían hacer la voluntad de Dios. Los profetas vuelven una y otra vez para pedirles que vuelvan a Dios.
La historia culmina con el Nuevo Testamento, cuyo personaje central es un hombre venido al mundo por obra y gracia del Espíritu, Jesucristo, que era hijo de Dios y era Dios. A Él le correspondió dar luz sobre las pistas para el camino a la verdad, la luz y la Vida con mayúscula, la vida eterna de todos los hombres vivos y muertos, dar luz a la ley y los profetas del Antiguo Testamento, dar vida a ese mensaje, hacerlo realidad en su persona. Se asumió a sí mismo como el Mesías, el camino a Dios, a la Resurrección y la Vida.
En el post scriptum, hay un relato de hechos y numerosas cartas de los que después serían llamados cristianos, seguidores de Cristo. Se trata de enfervorizar a todos para que se sumen a la propuesta asumiendo las consecuencias de vida y muerte para llegar a Vivir. Un simbólico texto, el Apocalipsis, cierra y se pone fin a la Escritura.
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